Publicado el: 5/11/2021 12:00:00 AM por Admin

El impacto eco­nómico, social, cultural, políti­co y al sistema sanitario provo­cado por el Covid-19 a nues­tras sociedades tiene conse­cuencias devastadoras, que se reflejará por mucho tiem­po sin importar si la gestión de la crisis sanitaria ha sido correcta.

Los niveles de interdepen­dencia nos arrastraron a una economía de guerra como resultado de los efectos de la pandemia, agravado por múltiples factores internos, que requiere ser gerenciada con creatividad y apertura.

Nadie recuerda en Repú­blica Dominicana, por ejem­plo, los estragos económicos causados por “La Gripe Es­pañola” de 1918 al término de la Primera Guerra Mun­dial que mató a 50 millones de personas- más que en la guerra- porque la Humani­dad no tenía el nivel de de­sarrollo e interdependencia global que tenemos hoy.

Los efectos del Covid-19 arrastran cierre de empre­sas, comercios quebrados, incremento del desempleo, rezagos en la educación y un retroceso del desarrollo eco­nómico, científico y cultural, aparte de las nocivas huellas psicológicas y de otros daños colaterales.

Solo apuntar que actual­mente la única economía grande que creció (2,3 por ciento del PIB) fue China aun­que parezca una paradoja porque fue donde surgió el vi­rus, mientras el Fondo Mone­tario Internacional prevé para este año un crecimiento mun­dial de 5,2 por ciento del PIB.

Escasas consecuencias eco­nómicas produjo la pandemia de 1918 en un país interve­nido militarmente por Esta­dos Unidos, que apenas con­tábamos con una población de 800 mil personas. La pro­ducción agrícola no se para­lizó, la fabricación de azúcar, de manufacturas y el comer­cio mayorista tampoco. Pa­ra esos años, las exportacio­nes se redujeron en solo un 0.3 por ciento, pues de 22.5 millones de dólares en 1917, bajó a 22.4 millones en el año 1918. Para el gobierno militar de ocupación no hubo dificul­tad en el manejo de la econo­mía ya que los socios principa­les de los centrales azucareros procedían de Norteamérica. Éramos exportadores de ma­terias primas hacia Estados Unidos, obteniendo altos be­neficios.

Hasta el año 1922, Re­pública Dominicana experi­mentó un balance positivo si comparamos exportacio­nes e importaciones, como lo refleja el dato de que por la venta de azúcar, café, cacao y otros productos, el país perci­bió 28,7 millones de dólares, mientras el valor de las im­portaciones, esencialmente alimentos, fue 22.2 millones de dólares, un superávit de 2.4 del PIB.

En relación a los muertos e infectados, el país alcanzó los 1,700 muertos y 96, 828 contagios. Los primeros casos llegaron en un barco por Ba­rahona y luego por Haití. En diciembre de 1918 culminó la Primera Guerra Mundial, lo que fue celebrado por los do­minicanos con un tremendo fiestón a orillas del río Ozama. Luego para el 30 de diciem­bre se reportaron más defun­ciones: 15 dominicanos, entre ellos el poeta Apolinar Perdo­mo.

La producción
El historiador Frank Moya Pons describe cómo la eco­nomía dominicana se sos­tuvo por muchos años de la producción de caña de azú­car, café, cacao, tabaco y otros rubros. La salida de las tropas norteamericanas del territo­rio implicó la imposición, en 1919, “de una nueva ley de aranceles que eliminó los de­rechos aduanales a 245 artí­culos y productos de Estados Unidos y redujo significativa­mente los derechos a otros 700”.

Posteriormente, el gobier­no de Horacio Vázquez prote­gió al pujante sector artesanal local promulgando la ley 190 que creó nuevos gravámenes a los artículos importados, que “funcionó como un nue­vo arancel interno”.

A raíz de la Gran Depre­sión de 1929 se cayeron las importaciones debido a la re­ducción de los precios en los productos que exportábamos. El control de las aduanas por parte de los norteamericanos desde la ocupación, no culmi­nó hasta la llegada del tirano Rafael L. Trujillo que firmó el Tratado Trujillo-Hull. Sin em­bargo, éste tuvo que sortear una crisis profunda como re­sultado del ciclón de San Ze­nón, con secuelas de enfer­medades y millonarios daños materiales.

De los vaivenes posteriores en la economía y la situación social y política nos hablan los historiadores a raudales, pero hasta la muerte de Trujillo no hubo en el país mayores acon­tecimientos que generaran un cataclismo hasta 1965.

Aunque no vivimos pa­ra entonces una crisis sanita­ria, la guerra civil de ese año provocada por la ruptura del orden constitucional en sep­tiembre de 1963 afectó todas las actividades de la vida na­cional hasta estallar la revuel­ta, incluido el deterioro del ya menguado sistema sanitario.

Los recuerdos que guardo en la memoria sobre mi in­fancia previo, durante y des­pués de la Guerra de Abril de 1965 causada por la vuelta a la constitucionalidad manci­llada por el golpe de Estado a Juan Bosch, los tengo tan fres­cos que no logro traducirlos a números fríos manoseados por los expertos de la econo­mía.

El golpe
La institucionalidad terminó de sucumbir el 25 de septiem­bre de 1963 con el golpe.

Dos años después, niños y adultos de la época de los ba­rrios de Santo Domingo- los primeros obligados por los padres a pasar horas debajo de las camas resguardando la vida- solo teníamos como ter­mómetro de la situación im­perante, cuántas veces al día nuestras madres dejaban ro­dar debajo de la cama el plato con los alimentos.

Si era una, dos o tres veces no dependía de la voluntad de los padres. Tampoco había condiciones ni oportunidad para escoger de un menú de ensueño. Teníamos que dige­rir sin distingo lo que el plato traía.

Más bien, la situación del momento se debía a un entor­no difícil de eludir, pero tam­bién estaba fuera del control de las manos de quienes, de uno y otro bando, empuña­ron las armas defendiendo sus posiciones. Mientras no se pusieron de acuerdo, en los barrios de la ciudad de Santo Domingo se vivió una pesadi­lla.

El terror provocado por el sonido de los aviones P-51D Mustang-aeronaves adquiri­das por el dictador Rafael L. Trujillo el 4 de junio de 1952 al gobierno sueco aunque eran de fabricación america­na-no desaparece del recuer­do 56 años después. A ese miedo se unía la incertidum­bre de millares de familias por la escasez de los alimentos en los barrios de Santo Domin­go. Estábamos viviendo en medio de una economía de guerra.

Las precariedades eran ex­tremas, cuyas huellas perma­necen indelebles en nuestras mentes. Fue angustiante estar confinados debajo de las ca­mas viendo a nuestros padres con las manos vacías, con las suelas de los zapatos ensan­grentadas después de muchas diligencias cruzando por ca­lles con cadáveres de civiles y militares.

El empleo se había caído, el transporte público no funcio­naba y había que caerle atrás al peso. Aunque no se registró con el rigor que amerita, el to­tal de dominicanos muertos la Cruz Roja Internacional lo registró entre el 24 de abril al 12 de junio de 1965 en cerca de 2,850 personas y 3,000 he­ridos.

Durante la guerra fue­ron muchas las personas que desaparecieron que no fue­ron declaradas oficialmente muertas. Solo policías se cal­cula que murieron en el con­flicto armado unos 300, de acuerdo con las declaracio­nes ofrecidas por el entonces coronel Gaspar Morató Pi­mentel, jefe de Personal y Or­den de la institución.

Las destrucciones origina­das por la Guerra de Abril no han sido evaluadas con dete­nimiento aún. En el ámbito institucional el impacto pro­vocado por el golpe de Esta­do, los daños sicológicos a una generación de civiles y militares y la nefasta viola­ción de la soberanía nacional con su secuela de daños, to­davía el país carga esa cruz pesada.

Los cambios que en el orden político se produje­ron con el ajusticiamiento de Trujillo indudablemen­te habían creado las condi­ciones socioeconómicas pa­ra la vuelta a la democracia, que se produjo con la victo­ria en las urnas del candi­dato del Partido Revolucio­nario Dominicano (PRD), profesor Juan Bosch en di­ciembre de 1962.

El nuevo gobierno dio un empuje a la reincorpo­ración de la ciudadanía a los espacios democráticos, se registró un resurgimien­to del movimiento obrero y la práctica libre del derecho de reunión no solo fueron fortalecidos por el gobier­no democrático sietemesi­no de Bosch, sino que en la Constituyente que dio paso a una nueva Carta Magna, se crearon las normas pa­ra comenzar a construir un verdadero estado de dere­cho, garantizando derechos fundamentales impedidos por 31 años por la dictadu­ra.

El gobierno de Bosch ini­ció el desmonte de la socie­dad erigida por Trujillo entre “gente de primera y gente de segunda”. A pesar de que el ti­rano no era considerado por la clase adinerada como parte de ese grupo selecto de “pri­mera”.

El desafío que tenemos los dominicanos en medio de una economía de guerra de­be ser gestionarla con inte­ligencia, creatividad, procu­rando que todos los sectores económicos cooperen, plan­teando salidas ingeniosas lo­cal y global en los foros inter­nacionales.

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