Publicado el: 9/6/2020 12:00:00 AM por Admin

Su madre, una empleada de limpieza, nunca pasó de segundo de primaria. Su padre, un policía, no terminó el bachillerato.

Pero Lina Prieto había ganado un lugar en el programa de escritura de la universidad pública más prestigiosa de Colombia. Su meta —escribir la próxima gran novela latinoamericana— se sentía al alcance de la mano.

Durante las dos últimas décadas, millones de jóvenes de Latinoamérica se convirtieron en los primeros de sus familias en ir a la universidad, una expansión histórica que prometía llevar a una generación a la clase profesional y transformar la región.

Pero a medida que la pandemia se apodera de América Latina y acaba con la vida de cientos de miles de personas y devasta las economías, se está produciendo un alarmante retroceso: millones de estudiantes universitarios abandonan sus estudios, según el Banco Interamericano de Desarrollo.

Se espera que las matrículas disminuyan hasta en un 25 por ciento en Colombia para finales de año, y se esperan cifras similares en otros países.

El éxodo amenaza décadas de logros que ayudaron a sacar a comunidades enteras de la pobreza. Y es un gran retroceso para una región que lucha por escapar de su trampa secular —la dependencia a menudo destructiva de la exportación de materias primas— y avanzar hacia una economía basada en el conocimiento.

Prieto, una madre soltera de 30 años que ayuda a mantener a sus padres, perdió su trabajo como recepcionista. Al no poder pagar la matrícula, abandonó los estudios, y también perdió la plaza de su hija en el preescolar de la universidad.

“Este año para mí era el año”, dijo. “Y todo se vino abajo”.

Desde el inicio de los 2000, la enorme inversión regional ayudó a que la matrícula de educación superior en toda Latinoamérica se duplicase con creces, al pasar de alrededor del 20 por ciento a más del 50 por ciento de la población en edad universitaria, según el Banco Mundial.

La expansión permitió que millones de grupos previamente excluidos, entre ellos estudiantes indígenas, rurales y negros, entraran a la universidad.

“Veníamos de una trayectoria positiva, estábamos cambiando la narrativa”, dijo Sandra García, una investigadora colombiana que estudia la educación en la era de la COVID para las Naciones Unidas. “Y este choque tan grande le va a poner un alto a muchos de esos progresos”.

A medida que se profundizaba la crisis sanitaria, The New York Times pasó semanas en conversaciones con estudiantes, padres, profesores, funcionarios y rectores universitarios de toda Colombia.

En medio de los confinamientos, el desempleo juvenil se ha disparado y muchos estudiantes no pueden pagar la matrícula, que incluso en las universidades públicas puede costar entre una y ocho veces el salario mínimo mensual.

La mayoría de los cursos ahora son en línea, pero millones de personas no tienen internet, ni siquiera una conexión de celular fiable.

En la principal universidad pedagógica de Colombia, el rector Leonardo Fabio Martínez dijo que hasta la mitad de los estudiantes de la universidad podrían darse de baja este año, lo que plantea interrogantes sobre quién enseñará a la próxima generación de alumnos de primaria.

En una universidad pública de la ciudad de Manizales, una profesora dijo que a sus estudiantes de arquitectura conectarse a internet a través del celular para un solo día de clases les costaba el equivalente de una semana de comida.

Algunos estudiantes dijeron que pasaban hambre para pagar los planes de datos, mientras que otros se escondían en las escaleras de sus edificios para captar mejor el wifi de sus vecinos, y tecleaban los deberes en sus celulares solo para ser confrontados por la rueda giratoria de la fatalidad de internet cuando apretaban el botón de enviar.

Las mujeres jóvenes, en particular, se enfrentan a las mayores tasas de desempleo del país. Algunas han recurrido al llamado trabajo de webcam, donde realizan actos sexuales en internet por dinero.

“Debo pagar mi estudio y sostener mi casa, pagar recibos, alimentación, mantengo a mi madre y dos hermanas”, dijo una de esas estudiantes, quien perdió su trabajo en medio de la crisis y recurrió a internet “en un momento de desespero”.

En la Universidad Nacional, una prestigiosa universidad pública de la capital, Bogotá, varios estudiantes entraron en huelga de hambre el 10 de agosto, acampados en una decena de tiendas de campaña en el campus, que de otro modo estaría vacío, para pedirle al gobierno que cubra su matrícula ya que sus familias han tocado fondo.

“No veo otras opciones para pagar todo el semestre”, dijo Gabriela Delgado, estudiante de música de 22 años que participó en la huelga de hambre.

Por semanas durmió en una tienda de campaña entre la facultad de ciencias económicas y la facultad de ciencias humanas, y pasó por los controles médicos diarios con un voluntario. Cuando tenía energía, sacaba su violonchelo y tocaba fragmentos de Bach para sus compañeros de protesta.

La huelga terminó el 28 de agosto sin que el gobierno cumpliera con sus peticiones.

Durante generaciones, muchas de las mayores economías de Latinoamérica se han centrado en los productos básicos —petróleo, oro, agricultura en gran escala— lo que ha hecho que los gobiernos dependan de prácticas ambientales y laborales a veces peligrosas, y que estén expuestos a los ciclos de auge y caída causados por los precios que se fijan a nivel mundial.

En los últimos años, a medida que los países en desarrollo de Asia y otros lugares se han ido incorporando más al comercio electrónico y a los sectores de alta tecnología, Latinoamérica se ha quedado atrás.

Eric Hershberg, quien dirige el Centro de Estudios Latinoamericanos y Latinos de la American University, dijo que la salida es a través de la educación superior.

A pesar de más de cinco décadas de guerra civil —y de una larga historia de desigualdades flagrantes— Colombia ha sido un símbolo de este cambio, al duplicar las tasas de matriculación en la educación superior desde 2000 y construir nuevas universidades.

Desde que llegó la pandemia, el gobierno del presidente Iván Duque ha hecho “un esfuerzo sin precedentes” para ayudar a los estudiantes al invertir el equivalente a 260 millones de dólares, dijo María Victoria Angulo, la ministra de Educación del país.

Algunas universidades públicas han podido cubrir la matrícula de todos los estudiantes, al menos durante el semestre. Muchas han distribuido tabletas o tarjetas SIM. Algunas universidades privadas, financiadas por la matrícula de los estudiantes más ricos, han podido limitar la deserción escolar.

Pero un gran número de estudiantes se está yendo, una fuga que podría convertirse en un resentimiento explosivo en los próximos meses, dijo Saulo de Ávila, estudiante de psicología de 23 años.

“Va a ser un detonante”, dijo De Ávila, quien es hijo de campesinos. Ha estado usando un celular prestado desde que comenzó la pandemia y ha rapeado en internet para pedir donaciones.

“En el momento que se merma un poco la pandemia”, dijo, “mucha gente va a salir a las calles a protestar”.

El desafío, para muchos estudiantes, no es solo que no tengan internet o una computadora. Muchos comparten los celulares con sus familiares y viven en lugares donde la cobertura es escasa.

Una mañana reciente, Wendi Kuetgaje, de 22 años, se sentó descalza en medio de un grupo de árboles junto a su casa en una comunidad rural e indígena al este de Bogotá y lejos de una conexión a internet.

Kuetgaje, estudiante de antropología, se inclinó sobre el teléfono de su madre, intentando descifrar lo que el profesor decía sobre símbolos lingüísticos involuntarios y la función de los mitos a pesar de una terrible conexión.

Al final de la sesión, el profesor preguntó si había comentarios. Kuetgaje había conseguido escuchar cerca de la mitad de la clase. Zoom la había sacado al menos ocho veces. Parecía que iba a llorar.

“Están hablando”, dijo, mientras el sonido se cortaba y sus compañeros charlaban, “pero yo no los escucho”.

Kuetgaje asiste a una universidad privada, la Universidad del Rosario en Bogotá, con una beca. Cuando era una niña, su familia huyó de la violencia en su estado natal de Amazonas. Ahora viven en las afueras de la ciudad de Villavicencio, junto con otras 25 familias.

Tienen electricidad limitada y sobreviven sobre todo gracias a las visitas de los turistas, que han parado durante la pandemia. Su hermana, Johana, una abogada, es la única persona en la comunidad que cuenta con un título universitario.

Kuetgaje, cuyos padres son Uitoto y Tatuyo, planea estudiar a los pueblos indígenas. “Porque a nosotros siempre nos han estudiado”, dijo. “Pero yo creo que nosotros como indígenas también podemos sacar nuestras propias historias”.

Sin embargo, cuando comenzó la escuela, se sintió rápidamente alienada de sus compañeros más ricos y conocedores de la ciudad.

“Aprendí a callar”, dijo, “para no generar inconvenientes”.

Cuando las clases pasaron a ser en línea y Kuetgaje regresó a casa, la distancia solo creció. El servicio de celular llega esporádicamente a dos lugares elegidos, lo que significa que a veces estudia bajo las estrellas mientras todos los demás duermen. El semestre pasado tuvo tantos problemas para conectarse que faltó a dos exámenes importantes y casi no los aprueba.

Ahora está a mitad de camino en su proyecto de tesis, que traza la historia y las costumbres de su familia, y solo le quedan dos semestres. Ella no puede fallar, dijo. Si lo hace, cree que perderá su beca.

Si eso pasa, dijo, “pierdo todo”.

La matrícula completa está completamente fuera de su alcance, dijo.

Su hermano menor, Jefferson, de 19 años, un estudiante de derecho que está en la línea sucesoria para convertirse en el próximo líder de la comunidad, abandonó la universidad el semestre pasado debido al problema de conexión.

Ahora él está de vuelta en la universidad y se conecta desde un campo de pasto con el celular de su padre y su cuaderno balanceándose sobre sus rodillas durante horas.

“Con muchas comunidades minoritarias el código civil ha sido discriminatorio”, dijo un día su profesor de derecho romano vía video, mientras las gallinas se apiñaban alrededor de Jefferson. “Ustedes son los encargados de que el código civil por fin sea denegado y cambiado por algo nuevo”.

Un día de agosto, Prieto, la estudiante de escritura, se sentó en su pequeño dormitorio en Bogotá, confinada como gran parte de la ciudad.

Prieto se enamoró de la narración de historias después de leer Cien años de soledad, la epopeya multigeneracional de Gabriel García Márquez que, a menudo, se considera la novela definitiva de Colombia.

Pero es su propia historia la que la convenció de convertirse en escritora.

A los 16 años, harta de la pobreza de su familia, se convirtió en una de los cientos de jóvenes que se unieron al grupo rebelde de izquierda más conocido de Colombia, las FARC. Luego pasó tres años en prisión por su actividad guerrillera.

Cuando salió, financió los primeros años de su educación con el lavado de parabrisas de autos en la calle.

La novela que iba a ser su tesis, Mientras duermes, trenza su propia historia con las del resto de su familia, incluida su madre, quien empezó a trabajar a los siete años.

Pero lo mejor de estudiar, dijo, fue que le permitió poner a su hija, Luna Victoria, de cuatro años, en un aclamado preescolar en el campus.

“En mi cabeza ya le había asegurado la educación de mi hija”, dijo.

La pandemia la obligó a enfrentarse a la naturaleza precaria de la vida que había construido.

El preescolar era solo para los hijos de los estudiantes y del personal. Así que cuando Prieto tuvo que abandonar la universidad, Luna también perdió su cupo.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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